Tinto y tristón

–Mi rincón. Monoambiente en buhardilla. Y con vista sobre edificios antiguos. Tiene onda, ¿eh?

–Bien para vos. No sé por qué, siempre te imaginé en un lugar así.

–Sentate, te voy a servir algo para brindar. Mirá.

Le acerco la botella.

–Lambrusco. Siempre quise probarlo.

–Tinto y dulzón. Buenísimo.

Descorcho la botella. Sirvo dos copas, chocamos y probamos. Yo apenas mojo los labios, disfruto del sabor a bayas. Mi primo la olfatea, pone cara de deleite, degusta un poco. Supo ser un buen catador de vinos. Aunque últimamente, no tanto como antes. Después de paladear y saborearse el acabado, vuelve a acercar la copa a los labios. Para mi sorpresa, en un envión se la baja toda. Me pide más.

–Tranquilo, primo, que tenemos toda la noche.

–Gracias, Tancredo. Este vino me enloquece.

–Hm, creo que a vos te enloqueció otra cosa.

Mi primo se sirve más. Se baja la segunda copa de un saque. Suelta la lengua. Empieza a hablar en voz baja. El silencio de la sala se inunda con esta voz que casi parece salida de un baúl. Seguro que, al abrirse, se van a revelar muchas cosas que nunca quiso contar.

–Mmmh, no. No es que me enloquezca otra cosa.

–Pero se te revuelve adentro, ¿eh?

–Vos sabés quién me enloqueció. Me dejó mal.

–Dale, contá. No te quise atomizar mientras viví en tu casa. Sobre todo, porque sé que te amargaste horrible al no tener más con vos a tu hija.

Mi primo agacha la mirada, humillado.

–Y después, está todo lo otro, el lío con tu mujer. De eso, creo que te va a hacer bien soltar la lengua, hoy. Ahora, estás en terreno virgen, porque estas paredes nunca escucharon nada, así que dale, hablá.

Mi primo toma aire. Levanta la mirada. Quiere ser inexpresivo. No le queda.


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