2004: nace ScriptArch como un sitio web de «arquitectura, traducción e investigación bajo demanda».
2006: se integran los tres servicios en uno.
2007: obtención de la Mención Especial a la Originalidad en la Exportación de Servicios, CNCS.
2009: membresía de IAPTI.
2010: con mi Posgrado en Traducción del IMUC se consolida una nueva época, que también incluye la docencia en teletrabajo y otras áreas de la traducción.
2016: artículos de blog, ponencias en congresos y seminarios; reconocimiento de la Fundación Yvy Marãe’ỹ.
2021: sigo actualizando mi oferta de servicios, ahora con una nueva imagen.
Una vez más, mi colega holandés Pieter Beens me abre la oportunidad de una colaboración. Esta vez se trata de algo técnico y jurídico como es la protección de datos a nivel europeo (y mundial, no te creas que estás afuera). Hay varios artículos publicados en blogs sobre esta temática; aquí va algo un poco más enfocado a traductores y agencias de traducción.
Dentro de muy pocos días, muchas empresas en todo el mundo estarán listas para el momento en que el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) entre en vigor. Tanto las agencias de traducción como los traductores autónomos deberán estar listos para implementar también las normas del RGPD pero, especialmente entre los traductores autónomos, es sorprendente la falta de interés o conocimiento de este asunto tan complicado. ¿Qué es realmente el RGPD y qué deberán estar dispuestos a hacer los traductores? Seguir leyendo «RGPD para traductores»→
Un colega holandés, Pieter Beens, escribió este interesante artículo en inglés. Me autorizó a verterlo a mi lengua nativa y asumo el desafío. Me tomé la libertad de adaptarlo a mi modo para transmitir la esencia del mensaje (y que conste que, al hacerlo, pude caer en los mismos dilemas que se narran en el artículo).
A menudo, si sos tratuctor te enorgullecés de traducir la obra de tu cliente, sin importar tus propios valores y apreciaciones. Pero ¿de verdad podés lograr una traducción sin considerar otros valores? Dos proyectos recientes te hacen pensar hasta dónde una traducción puede ser «libre de valores».
Es increíble cómo puede cambiar la moral en una lengua extranjera. Un artículo de Scientific American por Julie Sedivy que encontré en la web procura desentrañarlo. Asumiré el desafío de traducirlo, a cuenta de la dificultad que esto entraña.
¿Qué define lo que sos? ¿Tus hábitos, tus gustos estéticos, tus recuerdos? Si te aprietan, vas a decir que, si alguna parte de vos que está en tu núcleo, que sea imprescindible en lo que sos, entonces es tu núcleo moral, tu sentido profundo del bien y del mal.
Y sin embargo, como le sucede a otra gente que habla más de un idioma, a menudo tenés la sensación de que sos una persona un poco distinta en cada idioma: más resuelto en inglés, más relajado en francés, más sentimental en checo. ¿Es posible que, además de estas diferencias, tu brújula moral apunte a direcciones un poco distintas según la lengua que estés usando en ese momento?
En la entrega anterior se veían las diferencias entre el decir y el escribir. Entre la ley y la justicia. Entre el «yo» escrito y el hablado.
¿La voz de quién tiene permiso para hablar? Solo la tuya. En las novelas de Beckett, el lector está perdido y confuso, entreverado en un embrollo de palabras que parecen concebidas para ser inhóspitas y excluir, acompañando algo que dice su incuestionable «yo digo yo» mientras que prohíbe cualquier identificación… hasta que te das cuenta de que la extraña voz fastidiosa que a veces se menciona, la que le dice a la gente qué hacer, la que está constantemente intentando llegar a un final pero nunca es capaz de parar de hablar por sí misma, es la misma voz que ha estado en tu cabeza todo el tiempo mientras leés. Es chocante, pero hay un sentimiento de alegría al mismo tiempo. Lo que distingue a la escritura real de la declaración legal o de la lista de lavandería es su capacidad ocasional de provocar un tipo de alegría, incluso en evocaciones de tristeza, soledad, miseria, pérdida, represión y horror, el mero placer de algo enteramente ajeno e íntimo, de una voz que es de todos y de nadie y tuya, ahí con vos en tu soledad, de lengua en el infinito de su juego y sustituciones, un momento de la libertad que todavía está por llegar.
En entregas anteriores se viene reivindicando el derecho a escribir sobre lo que no se conoce, sobre lo que uno no es.
En su obra La farmacia de Platón, Derrida anota que «el sujeto hablante es el padre de su habla […] El logos es un hijo, pues, y que se destruiría sin la presencia, sin la asistencia presente de su padre. De su padre que responde. Por él y de él. Sin su padre no es ya, justamente, más que una escritura». No hay habla sin su anclaje en la persona que habla y su presencia física, pero en la escritura («signo sin aliento») siempre sucede que el autor simplemente no está ahí, incluso si tuviera una cuenta de Twitter activa. La escritura persiste sin su creador; lo que se te presenta es el texto, algo enteramente diferente. Si hablo y digo «yo», entonces ya sabés quién dijo la palabra; pero por el contrario, el «yo» escrito siempre es indeterminado, un enredo de mentiras y fantasías e ironías y pretensiones, es una persona como vos a medio mundo de distancia, la persona que sos vos, una cosa inmortal y cambiante. Si hablás y alguien interpreta lo que dijiste de una manera que no pretendías, lo que sucedió es un malentendido; pero si escribís y alguien interpreta lo que escribiste de una manera que no pretendías, lo que sucedió se llama literatura. La demanda de legitimar cualquier texto con la autoidentidad de su autor es la demanda de un texto que se comporte más bien como el habla. Y no cualquier habla. La escritura que responda a esa demanda es escritura «testimonial» o «confesional», y el lugar en el que tienen lugar los testimonios o confesiones es un tribunal. En la sala de un tribunal domina el logocentrismo; la preferencia la tiene una persona hablante, cuya verdad está garantizada por un juramento dicho, quien está presente para hablar y responder por sus propios dichos. Aquí el discurso no es de justicia, en el sentido estricto, sino de ley. Es la ley que, en primer término, exige saber quién es una persona antes de decidir qué hacer con ella. No se trata necesariamente de conceptos opuestos, pero no son lo mismo. La ley se puede deconstruir, la justicia no.
Veíamos en la entrega anterior la cantidad de personas consideradas «minoritarias» que se supone que escriban sobre sí mismas, o sea, que parecerían no tener derecho a escribir sobre «otros».
Pues bien: si debe de haber una regla, entonces que sea que no escribamos solo lo que conocemos. Si no escribimos sobre una ignorancia aparte de nosotros mismos, al final todo lo que queda es un yo mudo, rechinante, desamparado. No existe ninguna escritura que sea solo legible para gente que ocupe una determinada posición-sujeto y que haya sido creada por esa misma gente; sí existen experiencias que son únicas e inconmensurables, incluso incomunicables. Pero si este fuera el caso, entonces no habría posibilidad de escribir sobre ellas, porque cualquiera con entendimiento ya las sabría de antemano.
En la entrega anterior se trataba sobre los escritores profesionales, sus oportunidades en el mercado editorial, sus diferencias con el público al que sirven. Existe, es cierto, una tendencia a borrar esas diferencias.
Pero en vez de esto, en aquellos discursos que buscan la justicia como finalidad existe una tendencia a la subdivisión demográfica y selectiva en el campo del entendimiento humano. Así, los escritores afro deberán escribir sobre celebridades, música y experiencias afro; las escritoras pueden y deben escribir sobre feminismo, estilos de vida, tendencias y experiencias femeninas; las trans deben escribir sobre sus propias experiencias; los hombres musulmanes sobre sus experiencias (y las mujeres musulmanas sobre las suyas propias); los discapacitados sobre sus experiencias. En una publicación abiertamente feminista interseccional, las mujeres tienen acceso a una «encuesta de identidad», un cuestionario horrendo en donde se les pide que detallen todas las experiencias terribles a las que hayan sobrevivido y, a continuación, se les indica que las escriban en forma de breves artículos compartibles e intercambiables por jornales de 90 dólares. Me violaron, viví una relación abusiva, me hice un aborto, sufrí; como una minería a cielo abierto de identidades vendibles, una especie de acumulación primitiva sobre el territorio del trauma. Mientras tanto, el sujeto universal, el único que no necesita sufrir para que lo escuchen, sigue siendo blanco y masculino. El derecho de las mujeres negras a escribir sobre Beyoncé es importante, sí; pero también se supone que sean capaces de escribir sobre ecología de los fondos oceánicos, sobre filosofía kantiana, sobre la escritura en sí misma y sobre lo que no se sabe. Mientras que hay tantas personas que lo hacen, la subrepresentación de escritoras de otras etnias, trans y otras personas marginadas que se dedican a escribir sobre oceanografía, idealismo alemán, deconstructivismo e ignorancia es mucho más pronunciada. Es abrumadora la cantidad de hombres blancos a los que se les brinda la oportunidad de ser «otros», de no tener que decir todo el tiempo «yo»; y esto es así, porque la validez de su identidad ya está asegurada desde el vamos, porque el mundo ya está escrito a su imagen. Y mientras que para toda persona es esencial la capacidad de poder declararse frente a un mundo que preferiría que no lo hiciera, el dogma de que escribir puede y debe ser solo una autodeclaración abandona a las personas marginadas en su condición. La crítica a esto es muy limitada: dentro de este discurso se hace evidente que son la presencia y la particularidad del «yo» que legitiman la escritura, que la hacen adecuada o inadecuada, que la convierten en presencia o en ausencia de otra cosa. Y esto no ayuda en nada.
En la entrega anterior se veía que escribir se siente como una violencia; escribir implica una carencia del mundo que rodea a las palabras.
Un ejemplo del discurso en cuestión: no escribas nada sobre Beyoncé si no sos una mujer afro. No vas a entender del tema, no de manera adecuada, va a ser un desperdicio. No es para vos. (Como si la cultura-objeto comoditizada fuese realmente para cualquiera). Lo realmente notable aquí es dónde se ubica la demanda. Lo que se necesita, y lo que generalmente se articula, es una crítica de la economía periodística y sus prácticas de contratación desiguales, el espinoso nexo de las prácticas sociales que crean una clase de escritores profesionales que, en general, se parecen a la clase social de la que proceden. Pero a menudo puede ocurrir una metafísica del texto: lo ilegítimo de la escritura no es la escritura en sí, sino una ausencia, la ausencia de todo lo demás que podría estar allí en su lugar. Cualquier persona que esté escribiendo implica que hay otra que no puede hacerlo; el pecado está en lo que se escribió, la culpa es del escritor en sí. Pero, mientras que muchos escritos son intolerablemente malos, la única nota a su favor es que la posibilidad de escribir es ilimitada. Es el complejo industrial de la escritura que está restringido, con cierta cantidad de personas que pueden vivir de esta raída actividad: aquí, como en otras partes, se trata de reproducir en la economía a gran escala la infinidad que ya existe en la economía del lenguaje, abolir la diferencia entre el escritor profesional y el público al que sirve, o bien negarla para asegurar que nadie más pase hambre.
En sucesivas entregas iré vertiendo conceptos de un interesante artículo, escrito originalmente en inglés por Sam Kriss y publicado en su blog hace casi un año.
Hay también otros, en número infinito, la generalidad innumerable de los otros, a los que debería ligarme la misma responsabilidad, una responsabilidad general y universal. Yo no puedo responder a la llamada, a la petición, a la obligación, ni siquiera al amor de otro, sin sacrificarle el otro otro, los otros otros… Como resultado, los conceptos de responsabilidad, de decisión o de deber son condenados a priori a la paradoja, al escándalo y la aporía.
Jacques Derrida, Dar la muerte. Barcelona, Paidós, 2000.
(traducción de Cristina Peretti y Paco Vidarte).
Escribir se siente como una violencia. Todos somos mortales, pero el texto puede sobrevivir por mucho tiempo más tras la muerte de su autor. ¿Quién sos vos, cosa carnosa y circunstancial que querés vivir para siempre? Escribir es como manchar papel limpio, como apretar palitos en arcilla lisa; de alguna manera, siempre es como deformar el mundo. Anotar algo es convertir la posibilidad ilimitada de lo que podría ser en la presencia muerta de lo que ya fue. Una línea de Molloy de Beckett a la que siempre vale la pena volver, porque dice lo que no es: «sería preferible, es decir, por lo menos igual de bueno, borrar los textos que emborronar los márgenes, cubrirlos hasta que todo sea blanco y liso y la estupidez revele su verdadero rostro, sin sentido, sin salida». Escribir oscurece la estupidez de lo que es, que no tiene palabras; teje un liviano velo de presencia alrededor de la eterna nada. Escribir es una carencia, pero una carencia que no es de palabras, sino del mundo que las rodea.
Calladito y tranquilo. Así estaba el traductor de la foto, sentado en el estar del hotel, rato después de salir de un congreso hace casi un año. Libros para leer o mirar, una lámpara con luz cálida, un trago para beber despacito, tablas de madera rústica en un piso que invita a estirar las piernas… y solo, sin hablar. Parecería que los traductores tenemos muy poco para decir cuando no estamos en un congreso, ¿verdad?
Se equivocan. Contraviniendo la imagen generalizada de que la profesión de los traductores es invisible e inaudible, cuando tenemos dónde y cómo nos sacamos las ganas de decir todo lo que queremos. Gracias a colegas como Erik Hansson existen páginas y foros en donde podemos descargar todo eso que nunca decimos.
No se queden con las ganas de saber más. Visiten esta página de Facebook:
Dentro de quince días voy a tener el gusto de conocer a Erik en persona, en la Cuarta Conferencia Internacional de AIPTI, Hotel Claridge, Buenos Aires.
El título parece remitir a Las mil y una noches, ¿verdad? 😀
En realidad, es una interesante entrevista a Scheherazade Surià, colega traductora de alemán e inglés, que además escribe el imperdible blog En la luna de Babel.
Todos adoran lo que hacés,
cómo hablás, cómo te movés.
Todos te están mirando acá,
te sentís como en casa,
sos un sueño hecho real.
Pero por si estás a solas,
antes de irme, ¿me das un rato?
Estuve a solas toda la noche,
ojalá te hubiese encontrado.
Parecés de una película,
sonás como una canción.
Por Dios, cómo me acuerdo
de aquella juventud.
Quiero retratarte con esta luz
por si es la última vez
que nos vemos como éramos,
antes de darnos cuenta
que es feo ponerse viejos.
Nos alborotábamos.
Era una película,
era una canción.
Me daba tanto miedo mirar mis miedos,
nadie me dijo que ibas a estar aquí.
Yo juraba que te habías ido lejos,
eso me habías dicho al partir.
Seguís pareciendo de una película,
seguís sonando como canción.
Por Dios, cómo me acuerdo
de aquella juventud.
Quiero retratarte con esta luz
por si es la última vez
que nos vemos como éramos,
antes de darnos cuenta
que es feo ponerse viejos.
Nos alborotábamos.
Era una película,
era una canción.
Aquella juventud…
Es complicado admitir
que todo me devuelve
a cuando estabas allí.
Una parte de mí se sostiene
por si acaso no se fue.
Creo que aún me importa.
¿Todavía te importa a vos?
Era como una película,
sonaba como una canción.
Por Dios, cómo me acuerdo
de aquella juventud.
Aquella juventud…
Quiero retratarte con esta luz
por si es la última vez
que nos vemos como éramos,
antes de darnos cuenta
que es feo ponerse viejos.
Nos alborotábamos.
Era una película,
era una canción
de aquella juventud.
Megan me miró fijo y se fue de la habitación pisoteando. Ella quería hechos, no metáforas. Ella quería saber y yo no estaba ayudando. Ella quería ir a casa y probarlos por sí misma.
***
El sedimento de la costa es suave y polvoriento, nada que ver con la arena dorada de la Bahía de Swansea. Cuando apoyo mi mano en el suelo, las puntas de mis guantes comienzan a quemarse contra el terreno húmedo que tocan. Todo en este planeta es veneno. Nunca debió ser un sitio para familias.
A menudo, si sos tratuctor te enorgullecés de traducir la obra de tu cliente, sin importar tus propios valores y apreciaciones. Pero ¿de verdad podés lograr una traducción sin considerar otros valores? Dos proyectos recientes te hacen pensar hasta dónde una traducción puede ser «libre de valores».