—¡Feliz cumpleaños, hermano! —Gracias, viejo, gracias. Parece mentira. Te alcancé. Cinco décadas ya. —No se te ocurra decirlo así, suena fuerte. —Es que la vida es fuerte. Nosotros somos fuertes. —Cierto. Todo lo que aguantamos. Hasta la peste y más. Aquí estamos, vivos y coleando, hermano. —Y vamos por más, viejo. —Epa, eso era lo que yo siempre te decía, cuando no te animabas. —Y bueno, ya ves, me enseñaste al fin, je. —Aquellos años… Los quince, ¡qué época! —Aprovechábamos que éramos bien altos y nos colábamos a todos los bailes. —Porque yo te llevaba, hermano. —Dale, que si yo no iba, tampoco te animabas, viejo. —Es que ir solo, no daba. Además, eras tímido de más, necesitabas un empujón. —Eso no te lo voy a negar. Siempre tuviste más sangre, más arrojo para eso. —Bueh (se ríe para adentro). —Je je, el que se ríe solo, de sus picardías…
Hoy regreso a casa. Hoy vuelvo a pasar por la puerta que siempre me vio en las mañanas. Hoy me reintegro a mi vida pasada sin pesos ni penas que doblen mi espalda. Me gusta sentir el tufillo atunado de tantos cajones que llenan el sótano. Me encanta palpar el mantel satinado que cubre el trinchante de roble muy sólido. Todo retorna tan fácil y pronto, todo se vuelve tan cálido y suave; mi vida pasada transcurre en segundos, recuerdos tornando en intrépida nave. Presente y pasado, mi vida confronto, buscando explorar sentimientos profundos. Retorno. Sigo escribiendo. Sigo (re)creando el recuerdo. Continuará…
Ella también los vio. Corriendo por las calles y rincones más impensados.
Ella también los impulsó. Con su arte y profesionalismo.
Te estoy hablando de Celeste Moreno. La misma correctora que en su momento colaboró con Amigos orientales, ya había cooperado antes con este libro, que (por decisión mía) tardó más tiempo en ver la luz del día. Celeste interpretó muy bien lo que yo quería comunicar; te lo voy a reproducir textualmente aquí:
Dicen que la primera impresión es la que cuenta. Yo diría que es un comienzo, la envoltura. Pero si me dejo llevar por la famosa frase, ya mi primera impresión al tener el libro en mis manos fue de satisfacción. Satisfacción por los colores, las texturas, los diseños.
Ya luego entrando en el libro, me encuentro con unos personajes inquietos o inquietantes, quienes no escatiman en hacerse ver. Vamos de frente, las historias son oscuras, no aptas para menores, diría un cartelito de televisión. Hay que enfrentarse a estas sin pudor, sin juicio, libres.
Ante esto, sorprende la capacidad del autor para ponerse en la piel de estos personajes, para hablar como ellos, pensar como ellos (sabiendo uno que muy lejos está el autor de las historias que narra).
Estructuralmente, aprecio la buena organización, el buen manejo de la temporalidad y las sorpresas hechas poesía que se cruzan en el camino de la lectura.
Estos tigres no son para todos, pero sin duda leerlos es una experiencia única que el autor bien logró crear.
Ahora ya no hay por qué esperar más. Ahora, gracias a Celeste y a los demás colaboradores que participaron, podés seguir muy de cerca las andanzas del Turco, el Tano y el Tibu, los personajes de los Tres terribles tigres.
¡No te los pierdas!
Si te gusta leerlos, el libro está online en la tienda de Letras & Poesía. También lo encontrás en librerías de todo Uruguay.
En redes sociales, seguilos con el hashtag #tresterriblestigres
En el almacén y bar de don Medina, aquel de la esquina, se reunían casi todas las tardes el Quedado y el Toronja. Los vecinos siempre comentaban que no podían creer cómo dos botijas tan distintos podían ser amigos. Parecían el agua y el aceite, pero eran uña y carne. Vivían discutiendo por bobadas, pero se entendían.
El Toronja era ágil e inquieto, el pelo bien negro, los ojos de lince, con toda la pinta de un guapo de arrabal como los de los tangos. El Quedado era gordito, medio rubión, como un querubín de púlpito, parecía recortado de un fascículo de historia de arte. El Toronja comía poco, no probaba ni gota de alcohol, pero se pasaba fumando como un murciélago, y tosía entrecortado. Pero al Quedado le gustaban la comida y la cerveza; cuando iba al bar, siempre después del almuerzo, don Medina ya sabía que tenía que…
Que se vaya a la mismísima… No la voy a soportar ni un minuto más a esa. Ya no existe para mí. Voy a hacer la mía. A salir, a conocer, a aprovechar. Tener novia, yo. ¡Ja, ja, ja! Después de todo el tiempo que estuve con esa. Después de todas las noches que pasé con esa. Después de todo lo que dejé por esa. Después de todo lo que trabajé en la pizzería para hacerle regalos, ¡a esa! Después, después… ¡después, lo que venga! Seguir leyendo «Revolea»→
El resplandor del amanecer me desvela como una caricia. No quiero despertarla, prefiero que descanse tranquila después de esta semana agotadora.
Hace apenas diez días que estamos juntos. No ha dejado de correr de arriba para abajo, de ir y venir haciendo cosas, de arreglar cada rincón para que parezca como nuevo. Y es que nuestra vida es nueva. Para mí, sin duda.
Apenas puedo creerlo. Ya ni me animo a calificar lo nuestro como normal o anormal, porque parece que en este mundo ya nada lo es, tanto da. Pero… Ya estoy cansado de trotar por la vida, cayéndome siempre de la montura. Ahora, voy a andar lento pero seguro.
Mejor me levanto ya mismo y voy aprontando el desayuno. El que a ella le gusta. Apenas le conozco los gustos desde que me mudé con ella, pero esto sé que le va a encantar. Y esto otro también. Ah, por supuesto, y una flor de estas que crecen en la ventana.
Esta vez no puedo fallar. No voy a fallar.
Hoy me levanté bien. Inspirado. Elijo seguir con ella. Y la voy a seguir eligiendo todos los días. Lo sé.
Canon y giga en re mayor, por Johann Pachelbel (1680). Un plácido despertar de los sentidos.
El futuro pendía de un hilo. Se debía laborar con sigilo. A lograr una gran transición. A impulsar una limpia visión.
No dormía desde hacía semanas. No quería que se hicieran macanas. Anhelaba contribuir al gran cambio. Del pasado, no quería resabios. Seguir leyendo «Electa»→
Supongo que siempre lo supe; un día iba a terminar llamando a esa puerta.
Una casa de balneario en Floresta, con un jardín al frente, si es que se le puede llamar jardín a un pequeño rectángulo enrejado en el que apenas caben una rosa china y dos o tres ridículos enanitos cubiertos ahora de maleza. El propio marido de Carolina me contó que los había comprado ella misma, un año atrás. Carolina había llegado en taxi, una noche de lluvia; dejó el automóvil esperando en la calle y entró en la casa como una tromba. Tomó el manojo de llaves, volvió al taxi y se fue.
Sí, ese manojo de llaves al que yo tantas ganas le tenía y nunca me decidía a ir a buscar. Carolina me ganó de mano. Tengo que admitirlo, me siento frustrado; yo podría haber llegado antes. Seguir leyendo «El manojo»→