El nudo

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—¡Ay, Floriana, me quiero morir, ese nudo…!

—Pero, Celina, te lo até como me pediste, bien alto a la cintura, con…

—No seas boba, vos sabés que te estoy hablando del otro nudo.

—No es nada, apenas…

—Dejate de inventos, ¿querés? Te hablo del nudo que me quedó en el pelo, abajo del tocado. ¡Justo hoy se me viene a anudar ahí el pelo! ¡Y con lo cara que me costó la peluquería! ¡Como si no hubiéramos hecho la prueba antes!

—Tranquila, Celina. Todo va a salir bien. Vos sabés que yo hago magia para maquillar errores ajenos.

—¡Y no me hables de errores el día de mi casamiento, que es desgracia!

Quién le habría inventado ese disparate… Celina estaba que volaba de nervios. Quería estar preciosa y que todo saliese perfecto esa noche. Todo. También lo que vendría después.

***

Rennie se hizo el nudo de la corbata gris, se frotó los ojos y, como en un rapto de inspiración, se puso un poco de colonia en la nuca, como hacía el padre. Quería estar preparado para dar el paso mayor esa noche. Afuera lo esperaban sus amigos, que tanto lo habían acompañado en su camino de vida, hacia el trabajo y el amor de pareja. Ya faltaba poco para que su vida diese un vuelco. Esa suerte que el destino casi, casi, le arrebatara de las manos.

Atrás quedaban los inmensos muros cubiertos de hiedra de aquel oscuro caserón de la calle adoquinada, que lo asustaban de chico; ¡la de arañas y ciempiés que se arrastraban por ahí! Atrás quedaban las telarañas que rodeaban las ventanas, que apenas se veían desde afuera, pero que le daban un aspecto todavía más lúgubre a los oprobiosos interiores tan cargados de desdicha. Atrás quedaban los rezongos fastidiosos de su tía abuela, esa vieja terrible y miserable que espantaba a cualquiera que se acercase a la casa. Atrás el cáncer que devoró a su madre en carne viva, que la hizo retorcerse y gritar de dolor en las largas noches en vela, con Rennie tratando en vano de calmarla. Atrás la depresión en la que cayó su pobre padre, lleno de deudas propias y culpas ajenas. Atrás tres velorios y tres entierros. Atrás el tiempo en que se quedó, casi solo, acompañado por su amigo Nicolás, tan generoso y comprensivo. Recién entonces pudo empezar a mirar hacia adelante. Fue ahí que se cruzó Celina en su vida.

Algo añejo parecía apretarle demasiado. Se aflojó un poco el nudo de la corbata.

***

—Celina, ahora se te aflojó el nudo de la cintura.

—Y bueno, qué querés, no puedo parar de moverme con… Tocan timbre, ¿quién será?

Floriana bajó a abrir. Sus tacos sonaban muy rítmicos sobre el parqué. Soltó una exclamación de sorpresa cuando recibió lo que le entregaban.

—Mirá, te acaban de traer el ramo.

—Dejalo abajo, no me lo muestres hasta el último minuto. Quiero sorprenderme.

—Lo encargó Rennie, ¿verdad?

—Es de no creer el buen gusto que tiene para las flores… Como aquel ramo enorme que me regaló cuando nos conocimos, ¿te acordás?

—Con esos colores tan vivos, los pétalos que daban ganas de arrancarlos de a uno…

—Me quiere, no me quiere… ni que hubiese conocido mis instintos.

—Es inteligente, aunque no parezca, tu novio. Muy observador. Detallista.

***

Ante los ojos de Rennie seguía desfilando el pasado. Bajó la mirada, y las baldosas del baño le recordaron otro piso. El mosaico de juguetones colores, su único pasatiempo cuando la tía abuela lo obligaba a estar horas en penitencia «por insolente» (¿qué niño no quería salir a jugar en una tarde de otoño?…). El regusto amargo de las hojas de guaco que a veces mascaba a escondidas, como queriendo masticar la rabia que le causaban tantas incomprensiones juntas… El olor a carne y cebolla de la cocina, donde muchas veces se quedó comiendo solo, mientras oía las discusiones que no quería escuchar. ¡Más colonia! ¡A embriagarse de deleite, que la hora ya llega!

Pero nada como la deliciosa frescura de Celina, sus ojos profundos, su ternura. Nada comparable a ese aroma tan peculiar de ella, el que tenía al despertar; ¡qué lindo levantarse así cada mañana! Quedarse un rato respirando ese mismo aire, sin pausa, sin prisa. Para todo lo demás, Rennie iba a ser poco exigente; para la convivencia era muy sufrido.

Se imaginaba que a esa hora Celina debía de estar sufriendo frente a su espejo, mucho más nerviosa que él, que apenas le faltaba ponerse el saco y salir por la puerta. Estaba bien de tiempo; las campanadas del reloj de péndulo, traído por su bisabuelo de Londres, sonaban gratas en sus oídos. Ese reloj de pie, lo único que había rescatado de su vieja casa, iba a ocupar un lugar destacado a la entrada de su nuevo nido.

Rennie se paró derecho frente al espejo, se volvió a ajustar el nudo de la corbata, porque había que estar prolijo; el cuidado de la imagen personal era clave en esta noche tan importante. Se sabía poco elegante, y por lo menos quería parecerlo. ¡Cómo había detestado a aquel destartalado maniquí que tenía que usar como despojador!… Pero, como era de su estatura, al menos le sirvió para mirarse él, imaginarse él, vistiendo bien e impresionando mejor. Ese maniquí, en el rincón del sótano de aquel caserón, fue como un banco de pruebas, donde aprendió a hacer el nudo de la corbata. El nudo que le desanudó tantas ataduras, oportunamente trajeado ante don Lucchesi, que le ofreció ese gran empleo.

***

Floriana se tomó unos minutos para retocarse su propio maquillaje, mientras Celina la contemplaba con su cariño de hermana.

—No hay caso, sos la mejor… ¿En dónde conseguiría otra maquilladora como vos?

—Uy, ya es la hora. Vamos, Celina, se te va a hacer tarde.

—Sí, claro. ¿Me hacés lugar para pasar?

—Es cierto, no te vayas a tropezar justo hoy, con ese vestido precioso.

—En serio, haceme lugar. Tiene mucho vuelo, preciso más espacio. A ver, con todo cuidado, corré a un costado el maniquí.

Marcha del Príncipe de Dinamarca por el compositor barroco británico Jeremiah Clarke (1700), también conocida como Voluntario para trompeta. ¡Qué maravillosa solemnidad que comunica esta suntuosa melodía!


Publicado en marzo en Letras & Poesía.

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