Con su mochila cargada de los restos de ese extraño objeto interestelar, la mamá canguro se rascó el pelaje fluorescente y se encaminó, a saltos, hacia el refugio nuclear abandonado.
La descripción de aquel lugar le resultaba inefable. Predominaba el ambiente grisáceo, y los demás canguros le esperaban con cautela; se encontraba en el «Centro de la Verdad». Y aquel tubo no era más que eso mismo: la realidad convertida en algo tangible. En ese planeta poblado de algas y líquenes fosforescentes, lo únicos seres superiores eran aquellos canguros, apenas custodiados por sus nubes; esas gélidas, impávidas, impenetrables capotas de nubes que recubrían el firmamento y parecía que cubriesen las cabezas de los canguros. Los únicos seres capaces de ver la dureza de las injusticias que el llamado <ser humano> le había infligido al planeta.
La mamá canguro, con su molesta carga a cuestas, sentía el agobio más gravoso, propio de la tarea que le había sido encomendada: abrirle los ojos a aquel ciego que lo era por no querer ver.
Colaboración con Celeste Jiménez, ya publicada el domingo en Letras & Poesía.