El manojo

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Supongo que siempre lo supe; un día iba a terminar llamando a esa puerta.

Una casa de balneario en Floresta, con un jardín al frente, si es que se le puede llamar jardín a un pequeño rectángulo enrejado en el que apenas caben una rosa china y dos o tres ridículos enanitos cubiertos ahora de maleza. El propio marido de Carolina me contó que los había comprado ella misma, un año atrás. Carolina había llegado en taxi, una noche de lluvia; dejó el automóvil esperando en la calle y entró en la casa como una tromba. Tomó el manojo de llaves, volvió al taxi y se fue.

Sí, ese manojo de llaves al que yo tantas ganas le tenía y nunca me decidía a ir a buscar. Carolina me ganó de mano. Tengo que admitirlo, me siento frustrado; yo podría haber llegado antes.

Igual, aunque fuera por sacarme las ganas, golpeé a la puerta. Tardaron en contestarme; un enano de jardín parecía guiñarme un ojo socarrón. Apareció finalmente el padre de Carolina; enfundado en su piyama a lunares parecía el hermano mayor del enano. ¡Qué risa me dio verlo! Me reía por no gritar de rabia, qué quieren que les diga; después de todo, el pobre hombre no tenía la culpa de que yo me hubiese demorado demasiado en ir a pedir ese llavero.

Obvio que no le gustó nada mi risa; cuando caí en la cuenta, me puse rojo como las petunias del jardín. El hombre estuvo a punto de cerrarme la puerta en la cara, furioso; pero lo frené, pidiéndole mil disculpas por lo inoportuno. Se despachó con un montón de rezongos: que la noche de lluvia, que mi impertinencia, que la hija que lo dejó asustado al entrar y salir corriendo así, que lo perdida que está la juventud, que su esposa Adelina, a la que tanto extrañaba…

El pobre quedó cortado, mirando al vacío, y no tuve mejor idea que ponerle la mano en el hombro. Ni me acuerdo más detalles, el asunto es que rato después estábamos frente a la estufa, tomando Tannat del bueno, charlando de bueyes perdidos, y los dos sabíamos de lo que queríamos hablar, pero no nos animábamos.

Y es que ese llavero, ese dichoso llavero que Adelina acarreaba para todos lados, encerraba muchas cosas. Que Carolina iba a saber muy pronto; Dios sabe si llegarían a nuestros oídos, o si arrojaría al fuego en mil pedazos las cartas y los apuntes.

Mi mirada se paseó por la mesa. Las dos copas teñidas de sanguíneo color parecían cálices cristalinos; la superficie, un altar cubierto de seda blanca; el crucifijo en la pared, de bronce toledano, presidía una ceremonia sin clérigo, con dos penitentes que no se atrevían a confesarse.

Arrepentimiento… frustración… demasiado tarde.

The Lily Maid por Robert Russell. Con mucha pena…

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