En la entrega pasada te contaba de unos movedizos personajes que, de repente, tienen historia y familia por detrás. También, de otros personajes que todavía quedaban más perdidos. Uno de ellos, absolutamente.
Mientras el barco me llevaba de regreso a Montevideo, surcando las aguas del Río de la Plata, me vino a la mente una imagen de la Escollera Sarandí, ese parteaguas que marca una frontera entre la Bahía y el estuario. Un muchacho solitario, tirado ahí, la mirada perdida en el horizonte, el reflejo en el agua (no se sabe si del sol o la luna). Humo que brota de su boca, no importa lo que fuma. Nada importa. Nada tiene. Nada le queda. El rostro mismo de la desgracia.
Y es otro integrante del cuadro. Va a necesitar mucha ayuda de sus amigos para ponerse de pie y salir adelante. Porque le falta familia. Le falta dinero. Le falta apoyo. Le falta todo.
Muchos días después, con casi todos los personajes más definidos, este muchacho retomó vigor para pedirle cosas al autor. Le pidió un rostro, un físico, un lugar donde vivir. Y mi imaginación gritó: un indígena discriminado, con ecos del poema Tabaré. Pero viviendo en un apartamento viejo y horrible, como recalcando que no pertenece a ese lugar.
Las melodías que acompañaban mi proceso creativo eran todas tristes. Como esta.
Este es Moro, el personaje más triste. Para la semana próxima viene el personaje más amargado. Porque hay para todos los gustos.