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Día de la poesía: Gabriela Mistral

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Como todos los años, el 21 de marzo se celebra el Día Mundial de la Poesía. Además, el próximo 7 de abril de este año se cumplirán 130 años del nacimiento de la genial poetisa chilena Gabriela Mistral.

Nacida con el nombre de Lucila Godoy Alcayaga en Vicuña, Chile, dedicó largos años de su vida a la educación escolar, obteniendo reconocimiento internacional. Viajó por todo el territorio chileno y también por muchos países de América Latina, enseñando a leer y escribir a niños, obreros y campesinos.

Obtuvo su primer reconocimiento literario en 1914 con el primer premio en el concurso Juegos Florales de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. Poco a poco fue adentrándose en la poesía, a la que dedicó sus energías. Así, en el año 1945 recibiría el Premio Nobel de Literatura, convirtiéndose en la primera latinoamericana en obtener este reconocimiento.

Como muestra de su producción poética se publica aquí «Piececitos». En este poema, Mistral se pasea con una mirada compasiva hacia los niños pobres y abandonados de los que sus piececitos, pequeños y desnudos, son imagen. La poeta se pregunta cómo es posible que nadie los note, que nadie haga nada por ellos.


Piececitos de niño,
azulosos de frío,
¡cómo os ven y no os cubren,
Dios mío!

¡Piececitos heridos
por los guijarros todos,
ultrajados de nieves
y lodos!

El hombre ciego ignora
que por donde pasáis,
una flor de luz viva
dejáis;

que allí donde ponéis
la plantita sangrante,
el nardo nace más
fragante.

Sed, puesto que marcháis
por los caminos rectos,
heroicos como sois
perfectos.

Piececitos de niño,
dos joyitas sufrientes,
¡cómo pasan sin veros
las gentes!

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Un amigo con rostro de desgracia

rostro Moro

En la entrega pasada te contaba de unos movedizos personajes que, de repente, tienen historia y familia por detrás. También, de otros personajes que todavía quedaban más perdidos. Uno de ellos, absolutamente.

Mientras el barco me llevaba de regreso a Montevideo, surcando las aguas del Río de la Plata, me vino a la mente una imagen de la Escollera Sarandí, ese parteaguas que marca una frontera entre la Bahía y el estuario. Un muchacho solitario, tirado ahí, la mirada perdida en el horizonte, el reflejo en el agua (no se sabe si del sol o la luna). Humo que brota de su boca, no importa lo que fuma. Nada importa. Nada tiene. Nada le queda. El rostro mismo de la desgracia.

Y es otro integrante del cuadro. Va a necesitar mucha ayuda de sus amigos para ponerse de pie y salir adelante. Porque le falta familia. Le falta dinero. Le falta apoyo. Le falta todo.

Muchos días después, con casi todos los personajes más definidos, este muchacho retomó vigor para pedirle cosas al autor. Le pidió un rostro, un físico, un lugar donde vivir. Y mi imaginación gritó: un indígena discriminado, con ecos del poema Tabaré. Pero viviendo en un apartamento viejo y horrible, como recalcando que no pertenece a ese lugar.

Las melodías que acompañaban mi proceso creativo eran todas tristes. Como esta.

Este es Moro, el personaje más triste. Para la semana próxima viene el personaje más amargado. Porque hay para todos los gustos.

Sufrido pesar

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Detalle de El Descendimiento de la Cruz, de Rogier van der Weyden (1435).

Una necrológica municipal. Un lugar vacío adonde no va nadie. Pero los amigos sí que fueron.

Moro les pidió para estar primero él solo.

—Déjenlo tranquilo. —Tris sabía que Moro no quería que vieran sus lágrimas.

Entró a ese lugar, donde el cajón descubierto lo hizo estallar en llanto. Moro pegó con los puños en la pared mientras seguía gritando y llorando. Todos se pusieron muy nerviosos con ese olor a plástico quemado y pétalos mustios. No era normal.

—¡Así no! ¡Este pibe se terminó de enloquecer! —dijo Pedri, ofuscado.

—Esto no me gusta. Voy a entrar ya mismo —dijo Tris, más enojado.

Gonza apartó con sus brazos grandotes a los demás. No se podían apurar a entrar. Tris lo conocía más, sabía lo que hacía. Cuando entró, vio a Moro tirado en un rincón, tapándose la cara con las manos. Frente al cajón había una gran corona de claveles rojos; en donde habría estado la cinta con el nombre, las flores estaban chamuscadas.


De a poco fueron entrando los demás.

Cuando hay duelo, uno tiene que hacer lo que siente.

El Paisa, con toda sencillez, se acercó al cajón, se santiguó, estuvo unos instantes con la cabeza gacha, los ojos semicerrados. Hizo una reverencia cortita, volvió a santiguarse y se apartó.

Casi todos se fueron persignando, algunos sin ganas. Les preocupaba más el dolor de Moro.

Pili les dio la mano a Andy y a Jagu. Con candor pronunciaron la plegaria a Dios y a la Virgen del Pilar, por el descanso de esa alma. Después, hicieron silencio.


Nadie se inmutó con lo que había en el cajón, justo al lado del rostro de la difunta.

Un clavel del aire.

Moro sí se imaginaba quién lo podría haber traído. Alguien que no tenía ni para comprar una margarita.

¿Gabi?

¡Cobarde! Entró, miró y voló. Antes que todos. ¿Cómo supo?

No.

Mejor dejar las cosas así. No preguntes nada. No cuentes nada.

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Río sin rumbo

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No tengo rumbo.

        No tengo cara.

No tengo historia.

        Nada.

                Tristeza.

        Soledad.

Silencio.

        Vacío.

                Miedo.

        Inmensidad.

La bahía se mece de un lado,

        el río color león se embravece del otro.

La escollera tiene ese qué se yo,

        que divide aguas, separa… aleja…

aparta del inalcanzable horizonte

        donde Yasí, desesperada, busca a su amado.

Ecos de la sirena nadadora entre las islas

         del Río Uruguay, que el corazón añora…

Flotando aguas abajo, los camalotes bajan,

        se depositan en las arenas de la taza de plata.

Un niñito que llora y gime

        como charaboncito en la inmensidad desolada.

Ecos que resuenan en la Gruta del Palacio;

        susurro de las hojas del ombú solitario.

Soledad que se refleja en las ondas

        de algún río ancho como mar.

(Disponible también en Wattpad)

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Sumiso lamento

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La puerta gastada del apartamento se cerró chirriando. No es como en lo de Andy, que siempre hay alegría. Aquí pesa un silencio plomizo.

Moro se desplaza por las piezas, parco, con pereza. En el lecho yace la madre. Hace ya varias semanas que casi no se levanta. Las gastadas manos de india recorren las cuentas del rosario. Los ásperos labios murmuran mensajes mesurados.

En el patio vuelan dos colibríes. Buscan el néctar de unas florcitas blancas que crecen entreveradas con las verdes hojas de la enamorada del muro. Moro mira por la ventana. Cómo le gustaría ser colibrí para libar néctar…

Pero no tiene suerte. Bastante con que lo pusieron de delantero en el cuadro de fútbol. Se tiene que contentar con eso. No estudia, no trabaja, no hace más nada que ir al club, donde lo becaron. También le hace los mandados a la madre, le da de comer, la ayuda a levantarse. Siempre lo hacía todo ella sola. Pero ahora está cada vez más desganada. Está muy mal, pero lo resiste.

Moro la acompaña al baño. Espera afuera. Vuelve a entrar. Le da el brazo para que regrese a la cama. Después, vuelve al baño, tira la cadena del water. ¡Qué ganas que tiene de tirar la cadena a tantas cosas! Pero los ojos de mujer pacienzuda de su madre le siguen insistiendo sin hablar. Hay que consolarse con lo que se tiene.


Texto presentado al proyecto #TextosSolidarios.

Publicado también en Letras & Poesía, ver aquí.