Semana anterior: cómo llegaron hasta G851.5.32, ese lejano y hostil planeta rojo sangre.
Desearía tener una botella de vodka conmigo. El sol está bajo en el horizonte. Si entrecierro los ojos, casi puedo hacer de cuenta que es un brillante atardecer de Swansea, los rayos se reflejan en las nubes bajas y ponen todo el paisaje color rojo. Casi puedo hacer de cuenta que estoy en la rambla Oystermouth, parada junto a la extensa playa, Jacquelyn dándome manija para ponerme en cueros y correr hacia las olas.
Megan tenía la misma ávida curiosidad acerca del mundo como su papá, el científico. La cúpula era asfixiante para el espíritu curioso de una jovencita. Explorábamos los alrededores, pero no me atrevía a llegar muy lejos. Megan se quejaba terriblemente cuando era hora de volver. La cosa se pasó de castaño oscuro cuando la encontraron escapándose en medio de la noche, sin autorización, sin el equipo protector. Owen estaba furioso, pero yo no podía culparla por rebelarse contra las normas y reglamentos.
Ella se quejaba “¿Cómo vamos a aprender más si nos encerramos? Cuando sea grande, voy a vivir en el exterior y voy a recorrer el planeta entero. Voy a estudiar la Peste de los Retornantes hasta que encuentre la cura y podamos viajar de nuevo.”
“Si lo hacés, voy a estar en la primera nave de regreso a casa. Te voy a llevar al muelle a tomar un helado.”
El helado era de los pocos postres tradicionales que Megan reconocía. Ella nunca había comida nada que no saliera de un contenedor: vitaminas sintéticas y carne procesada de Estados Unidos. “¿Y podías ir simplemente a un lugar y obtener la comida? ¿No tenían una cantina?”
“No. Bueno, nosotros teníamos restaurantes, donde podíamos ir a encontrarnos y comer juntos. Era un evento social. Lo hacíamos por elección.” Ella estaba perpleja ante el concepto de la elección. Nuestra comida se reparte con cucharón. Si no vas a la cantina no comés.
Para su doceavo cumpleaños la comida estaba muy restringida. Vivíamos a base de carbohidratos, comidas que tenían gusto a algodón, los alimentos enlatados estaban estrictamente racionados. Desde que comenzó la cuarentena, dos naves no tripuladas habían logrado alcanzarnos exitosamente. Muchas otras habían fracasado. No teníamos idea de cuándo podría llegar la próxima. Yo luchaba contra las punzadas del hambre contándole a Megan mis comidas favoritas cuando yo tenía su edad.
“Las playas de la península de Gower están llenas de tesoros”, le decía. “Íbamos a la playa después de la escuela a pescar la cena. Mamá solía pelar un par de papas y freía nuestra presa en manteca, y eso sería nuestra cena.” Generalmente mamá calentaba comidas congeladas del súper, pero no quería decirle eso a Megan. Aparte, cuando mamá estaba sobria cocinaba bastante bien. Ella siempre se animaba a preparar algo que trajéramos. “Yo no tenía paciencia para la pesca. Mi tanza siempre se enredaba y odiaba tocar las lombrices. Pero siempre podíamos juntar toda clase de mariscos con el cambio de la marea. La abu solía llevarnos en mitad de la noche con un termito de café con whisky. Juntábamos lo que encontrábamos: ostras, mejillones, hasta cangrejos”.
Megan se quedó de boca abierta y miraba a la playa distante, no lo podía creer. “¿Así que nada más están esperando que los recojas? ¿Y te los comías?”
“Los hacíamos al vapor y los comíamos con un toquecito de limón. Los limones crecen en los árboles, pero nosotros traíamos la fruta del Mercado.”
“¿Y cómo es hacerlos al vapor?” Era difícil para ella imaginarse al mundo que yo daba por sentado.
©2013 por Sylvia Spruck Wrigley, autora del original en inglés «Alive Alive Oh» (disponible en línea en la revista digital Lightspeed Magazine).
Traducción al castellano de Marcel Sirer, año 2014, en el marco de su proyecto final para el Diploma en Traducción del IMUC. Tutor del proyecto: Fabio Descalzi.
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