Etiqueta: Hembra

Revolea

Que se vaya a la mismísima…
No la voy a soportar ni un minuto más a esa. Ya no existe para mí. Voy a hacer la mía. A salir, a conocer, a aprovechar. Tener novia, yo. ¡Ja, ja, ja! Después de todo el tiempo que estuve con esa. Después de todas las noches que pasé con esa. Después de todo lo que dejé por esa. Después de todo lo que trabajé en la pizzería para hacerle regalos, ¡a esa! Después, después… ¡después, lo que venga! Seguir leyendo «Revolea»

Seísmo de sábado

dark room guy

Amanece por la celosía.
Tahir entreabre los ojos, todavía rojizos.
Se los frota con fruición.
Sabe que dentro de un rato le traen a Tomás.
Precisa ese rato para volver en sí. De la resaca de sexo soez. Del grosero galope goloso.
Pero ese rato no es otra cosa que… la mañana después.
Impío vacío.
Se arrastra hasta la heladera.
Un cubo de hielo en la frente.
El agua helada chorreando en los ojos.
Listo. Me visto. Me alisto.
Justo a tiempo que toca a la puerta.
Abre.

—¡Papá! —se le abraza a la rodilla Tomás.
—Mañana a mediodía en la casa de mamá —dispone la voz de ella, sin mirar.

La puerta se cierra. La casa se llena.
Hasta mañana se sabe quién es el dueño de casa.
Llena, por fin.
La voz de Tomás le ocupa los pensamientos.
Mientras un cruel eco le retumba en el vacío del corazón.
Impío vacío.
El que queda tras la imperdonable traición al único amor que supo tener.
Pensar que fue hace tan poco…
¿Cuánto duró? Mejor ni pensarlo.

Tomás se arrodilla a jugar.
Tahir se arrodilla al lado.
No se puede decir, o el machismo que lo domina se va a enterar: Tahir juega a rezar.
Tahir quiere rezar en serio. No es juego. Pero no le sale.
Sabe que tiene que aprender a pedir perdón. No es juego. Pero no le nace.
Sufre.
Lo quisiera decir. Pero él es macho….
¿Aguanta?

Les Pleurs por el maestro violagambista francés Monsieur de Sainte-Colombe (siglo XVII). Esta melodía forma parte de la banda sonora de la película Tous les matins du monde (1991, dirección de Alain Corneau). El personaje de mi texto… ¿qué querés que te diga? «Tropezó de nuevo y con la misma piedra».


Ya publicado en Letras&Poesía el mes pasado.

(Re)escribiendo al macho

Ominosa ave negra

Un ave negra sobrevuela la plaza, como un ominoso presentimiento. Las nubes oscuras velan un interrogatorio inquisidor.

Allá abajo está el macho del barrio. Tirado en un rincón de la plaza, borracho de vino. Lo bastante como para no tenerse en pie, aunque no demasiado. Está justo a punto para taladrarle la cabeza a preguntas insidiosas, para tirarle de la lengua y, si tiene que sufrir para responder, que sufra. Para algo es macho y aguanta. Como él se jacta, el más macho de todo el barrio.

¿Qué tan feliz se siente serlo? ¿Existe esa palabra: feliz? ¿Se usa?

¿A qué precio?

¿A cuántas hembras usaste y lastimaste? ¿Lo pensaste? ¿Te cuidaste?

¿Qué hay de aquella a la que le hiciste una criatura? Después desapareciste. ¿Te hiciste cargo? Seguir leyendo «(Re)escribiendo al macho»

La peluca de rastas

Dreadlocks back

Isaura me acarició las rastas, mientras me dormía despacio sobre las sábanas verdosas. El humo de marihuana apenas brotaba de los restos del cenicero de madera. Se acarició la barriga de seis meses donde Roni disfrutaba de su confort amniótico. Se recostó boca arriba y poco a poco fue conciliando el sueño.

***

—Crispín, no te me quedes. Te tengo que hablar.
Abrí los ojos medio despistado. Hacía tiempo que no escuchaba esa voz.
—Crispín, mi hijo querido. Te estás quedando. Ya no te queda tiempo.
Era mamá. Se me apareció en una visión radiante. Su figura esbelta flotaba encima de la perfecta redondez de la barriga de Isaura. Mis rastas adornaban el conjunto.

***

Las rastas. Esa moda rara que a papá no le gustaba nada, ahora era un furor. Mucha gente quería lucirlas. Pocos tenían paciencia para hacérselas. Fue otro de mis caprichos. Papá no supo detenerme. Como tampoco pudo frenarme otras cosas.

***

A los quince traje a la casa una novia de rastas que fumaba marihuana. Papá fumaba en pipa mientras me veía envuelto en humo verde, yo parecía tan feliz con esa chica de ideas raras. Yo aprendía como podía lo que era el amor. Había tenido durante doce años el feliz ejemplo de mis padres. Yo también quería hacer mi vida, reinventarme, lo hacía como me salía. Papá no rehizo su vida, siguió muy solo. Nadie iba a poder ocupar el lugar de mamá, y no tenía forma de darme una nueva madre. Le remordía la conciencia por no haberme hablado nunca con claridad sobre la muerte. Yo no sufría con la palabra muerte, no me dolía; la desconocía. Y corría peligro de terminar desconociendo también la palabra vida.

Seguir leyendo «La peluca de rastas»