Este es el árbol de los deseos,
esa es la brisa de los floreos.
Brota como el verde de tus ganas,
nieva como el blanco de tus canas.
Se calman las hojas, lo siento;
se vuelan las hojas al viento.
Plegaria de rodillas como un ruego,
invierno con anhelos de otro fuego.
¿Cuál es la historia de este poema? Aquí se las cuento.
Luis Eduardo, bloguero de Messieral, convocó meses atrás a un certamen de poesía. Participé con este poema, inspirado en la imagen de portada, obra de Karen Huertas (digan la verdad: ¡qué imaginativa!). Fui distinguido con un ejemplar de su obra como premio. Ahora publicó mi poema en su blog, junto con otros que también participaron. Están invitados a pasar a leerlos.
Quienes vivan inmersos en la modernidad tecnológica, tal vez se sorprendan de saber que todavía hay apagones, cortes de luz, interrupciones del suministro de energía eléctrica, o como les quieran llamar. Pero sí, existen. Hoy de mañana fue sorpresivo. A veces, son parte de un programa de mejora de infraestructura. En el pasado, hasta eran programados.
Estoy hablando de fines de los años 70, épocas de encarecimiento del petróleo, carencias de infraestructura energética, y otras yerbas que no vienen a cuento. Lo que sí les cuento es que en mi barrio tocaban apagones los domingos. Las familias preparaban sus faroles a mantilla, sus velas, sus braseros, sus estufas a leña. Todo lo que diera luz por combustión servía. Y por consecuencia tenía que toda la familia se reunía, como adorando el fogón. Porque ya fuera carbón o vela, no había novela en la televisión. Les confieso: me encantaba jugar con el sebo de las velas.
Hoy nos volveríamos locos. Pero en ese entonces, nos organizábamos un poco. Nada de entretenimientos electrónicos de ninguna especie. Apenas alguno que se animaba a leer o escribir a la luz del farol, si era suficiente. Pero la mente no descansaba. Muchos cuentos se contaban, muchas anécdotas llenaban las bocas. Las personas serían pocas, pero la curiosidad era grande. Porque siempre se aparecía algún nuevo-viejo cuento, algún olvidado pariente, algún recordable amigo en la narración.
Detalle de El Descendimiento de la Cruz, de Rogier van der Weyden (1435).
Una necrológica municipal. Un lugar vacío adonde no va nadie. Pero los amigos sí que fueron.
Moro les pidió para estar primero él solo.
—Déjenlo tranquilo. —Tris sabía que Moro no quería que vieran sus lágrimas.
Entró a ese lugar, donde el cajón descubierto lo hizo estallar en llanto. Moro pegó con los puños en la pared mientras seguía gritando y llorando. Todos se pusieron muy nerviosos con ese olor a plástico quemado y pétalos mustios. No era normal.
—¡Así no! ¡Este pibe se terminó de enloquecer! —dijo Pedri, ofuscado.
—Esto no me gusta. Voy a entrar ya mismo —dijo Tris, más enojado.
Gonza apartó con sus brazos grandotes a los demás. No se podían apurar a entrar. Tris lo conocía más, sabía lo que hacía. Cuando entró, vio a Moro tirado en un rincón, tapándose la cara con las manos. Frente al cajón había una gran corona de claveles rojos; en donde habría estado la cinta con el nombre, las flores estaban chamuscadas.
De a poco fueron entrando los demás.
Cuando hay duelo, uno tiene que hacer lo que siente.
El Paisa, con toda sencillez, se acercó al cajón, se santiguó, estuvo unos instantes con la cabeza gacha, los ojos semicerrados. Hizo una reverencia cortita, volvió a santiguarse y se apartó.
Casi todos se fueron persignando, algunos sin ganas. Les preocupaba más el dolor de Moro.
Pili les dio la mano a Andy y a Jagu. Con candor pronunciaron la plegaria a Dios y a la Virgen del Pilar, por el descanso de esa alma. Después, hicieron silencio.
Nadie se inmutó con lo que había en el cajón, justo al lado del rostro de la difunta.
Un clavel del aire.
Moro sí se imaginaba quién lo podría haber traído. Alguien que no tenía ni para comprar una margarita.
¿Gabi?
¡Cobarde! Entró, miró y voló. Antes que todos. ¿Cómo supo?
No.
Mejor dejar las cosas así. No preguntes nada. No cuentes nada.