Amanece por la celosía. Tahir entreabre los ojos, todavía rojizos. Se los frota con fruición. Sabe que dentro de un rato le traen a Tomás. Precisa ese rato para volver en sí. De la resaca de sexo soez. Del grosero galope goloso. Pero ese rato no es otra cosa que… la mañana después. Impío vacío. Se arrastra hasta la heladera. Un cubo de hielo en la frente. El agua helada chorreando en los ojos. Listo. Me visto. Me alisto. Justo a tiempo que toca a la puerta. Abre.
—¡Papá! —se le abraza a la rodilla Tomás. —Mañana a mediodía en la casa de mamá —dispone la voz de ella, sin mirar.
La puerta se cierra. La casa se llena. Hasta mañana se sabe quién es el dueño de casa. Llena, por fin. La voz de Tomás le ocupa los pensamientos. Mientras un cruel eco le retumba en el vacío del corazón. Impío vacío. El que queda tras la imperdonable traición al único amor que supo tener. Pensar que fue hace tan poco… ¿Cuánto duró? Mejor ni pensarlo.
Tomás se arrodilla a jugar. Tahir se arrodilla al lado. No se puede decir, o el machismo que lo domina se va a enterar: Tahir juega a rezar. Tahir quiere rezar en serio. No es juego. Pero no le sale. Sabe que tiene que aprender a pedir perdón. No es juego. Pero no le nace. Sufre. Lo quisiera decir. Pero él es macho…. ¿Aguanta?
Ya publicado en Letras&Poesía el mes pasado.




Miro el ómnibus de juguete, ese que dice «BTU», y me llena de ternura. Me acuerdo cuando era un chiquilín, ¡cómo me gustaban esos chiches! En casa había de todo: camioncitos, autitos, un robot astronauta, un trencito a pila y los ladrillitos del Lego. Y, por si fuera poco, a la hora de la siesta me iba a la cocina, agarraba ollas y tapas, y me ponía a hacer ruido, copiando a un baterista. Digan que mi abuela dormía como un tronco, que si no, me hubiera dicho de todo… ¡el nene embromando a la hora de la siesta! 
Se miró en el espejo rajado. Se pintó un lagrimón en el cachete rosado. Se mesó con los dedos una rasta rubia. Tanteó en la mesa, qué raro: una gubia.

